La existencia de un bloque dominante comandado por EE.UU. es la principal característica del sistema geopolítico contemporáneo. La primera potencia geoeconómica es la mayor exponente del nuevo modelo en construcción y la evidente gestora del aparato de coerción internacional, que asegura la dominación de los acaudalados.
La contradicción primordial del sistema dominante radica en la impotencia de su conductor. EE.UU. padece un liderazgo erosionado, como consecuencia de la crisis que afecta a su economía. EE.UU. perdió la preponderancia del pasado y su declinante competitividad fabril, no es contrarrestada por su continuado dominio financiero o su significativa supremacía tecnológica. La primacía de sus finanzas, contrastan con el declive comercial y productivo del país. El poderío que preserva EE.UU. se asienta más en el despliegue militar, que en la incidencia de su economía.
EE.UU. corroboró sus ventajas frente a otras potencias, Europa y Japón, durante la crisis del 2008-2009. Pero no aminoraron el sistemático retroceso de su economía, ni atenuaron el sostenido despunte de China. EE.UU. no ha podido contener la reconfiguración geográfica de la producción mundial hacia Asia Pacífico. EE.UU. no logra restaurar su viejo liderazgo, pero continúa ejerciendo un rol dominante. El retroceso de la economía norteamericana es sinónimo de crisis, pero no de colapso terminal. Ese desgaste no implica un ocaso inexorable e ininterrumpido.
Esa erosión económica afecta la política exterior norteamericana, que ha perdido su tradicional sustento interno. La vieja de homogeneidad interna ha quedado quebrantada por la grieta política que afronta el país. EE.UU. está corroído por tensiones raciales y por fracturas político-culturales. Ese deterioro impacta sobre las operaciones militares del Pentágono, que ya no cuentan con el aval del pasado. La guerra se procesa en un marco de creciente desaprobación interna a las aventuras bélicas foráneas.
Desde hace varias décadas EE.UU. intenta recuperar su liderazgo internacional mediante acciones de fuerza. Esas incursiones concentran los principales rasgos de su política actual. El Pentágono gestiona una red de contratistas que se enriquecen con la guerra, reciclando el aparato industrial-militar. El modelo económico armamentista norteamericano se recrea mediante elevadas exportaciones, altos costos y permanente exhibición del poder de fuego. Esa visibilidad exige la multiplicación de las guerras híbridas y todo tipo de incursiones militares.
Con esos mortíferos instrumentos EE.UU. ha generado espantosos escenarios de muertes y refugiados. Recurrió a hipócritas justificaciones de “intervención humanitaria” y “guerra contra el terrorismo” para perpetrar las inhumanas invasiones en el “Gran Oriente Medio”. Esas operaciones incluyeron la gestación de las primeras bandas yihadistas, que posteriormente cobraron vuelo propio con acciones contra el padrino estadounidense.
Pero el dato más llamativo de ese destructivo modelo ha sido su estrepitoso fracaso. En los últimos veinte años, el proyecto de recomposición estadounidense mediante acciones bélicas ha fallado una y otra vez. EE.UU. fue humillado en Afganistán, se repliega de Irak, no pudo doblegar a Irán, fracasó en la creación de gobiernos títeres en Libia y Siria e incluso debe lidiar con el boomerang de los yihadistas que operan en su contra en el Sahel.
El “siglo americano” que concibieron los pensadores neoconservadores fue una fantasía de corta duración, que el propio establishment de Washington lo abandonó para retomar el asesoramiento de consejeros más pragmáticos y realistas. Las ocupaciones militares no consiguieron los resultados esperados, convirtiéndose en una superpotencia que pierde guerras. Y han fracasado todos los intentos de utilizar la superioridad militar del país para inducir un relanzamiento de su economía.
Las desventuras que afronta no desembocarán en su abandono de su intervencionismo externo, ni en un repliegue a su propio territorio. La clase dominante norteamericana necesita preservar su acción imperial-militar, para sostener la primacía del dólar, el control del petróleo, los negocios del complejo industrial-militar, la estabilidad de Wall Street y las ganancias de las empresas tecnológicas.
Por esa razón, todos sus presidentes ensayan nuevas variantes de la misma contraofensiva. Ningún mandatario puede renunciar al intento de recomponer la primacía del país. Todos retoman ese objetivo, sin llegar nunca a buen puerto. Sufren la misma compulsión a buscar algún camino de recuperación del liderazgo perdido.
EE.UU. no cuenta con la plasticidad de su antecesor británico, para traspasar el mando global a un nuevo socio. No tiene la capacidad de adecuación al repliegue que demostró su par inglés en la centuria pasada. Esa inflexibilidad le impide amoldarse al contexto actual y acentúa las dificultades para ejercer la dirección del sistema dominante. Esa rigidez, en gran medida obedece a los compromisos de una potencia que ya no actúa sola. EE.UU. encabeza el tejido de alianzas internacionales construido a mitad del siglo XX.
Los capitalistas europeos defienden sus propios negocios con operaciones autónomas en Medio Oriente, África o Europa Oriental, pero actúan en estricta sintonía con el Pentágono y bajo un comando militar articulado en torno a la OTAN. Los grandes imperios del pasado (Inglaterra, Francia) preservan su influencia en las viejas áreas coloniales, pero condicionan todos sus pasos al veto de EE.UU. Suelen apuntalar a escala regional, los mismos intereses que EE.UU. asegura a nivel mundial. Este sistema global articulado es un rasgo del imperialismo actual.
Una expresión de esa inconsistencia fue el carácter meramente pasajero del modelo unipolar, que el proyecto neoconservador imaginaba para un nuevo y prolongado “siglo americano”. En lugar de ese renacimiento emergió un contexto multipolar, que confirma la pérdida de supremacía norteamericana frente a numerosos actores de la geopolítica mundial. El ansiado predominio norteamericano ha quedado sustituido por una mayor dispersión del poder, que contrasta con la bipolaridad imperante durante la guerra fría y con el fallido intento unipolar que sucedió a la implosión de la URSS.
El sistema imperante opera, por lo tanto, en torno a un bloque dominante comandado por EE.UU. y gestionado por la OTAN, en estrecha asociación con Europa y los socios regionales de EEUU en el Medio Oriente y Asia Pacífico. Pero los fracasos de EE.UU. para ejercer su autoridad han derivado en la irresuelta crisis actual, que se verifica en el despunte de la multipolaridad. Es evidente que Rusia y China son grandes potencias rivales de la OTAN.
China se defiende en el terreno geopolítico del acoso norteamericano. EE.UU. ha erigido un cerco naval, mientras acelera la gestación de una “OTAN del Pacífico”, junto a Japón, Corea de Sur y Australia. También avanza la remilitarización de Taiwán y el intento de cargar a Europa con todo el costo de la confrontación con Rusia, para concentrar recursos militares en la pulseada con China. China privilegia el agotamiento económico, mediante una estrategia que aspira a “cansar al enemigo”. Elude, además, cualquier tejido de alianzas bélicas comparable con la OTAN.